lunes, 22 de diciembre de 2008

El encuentro. Parte I

Este texto tiene algo así como dos versiones posibles. Pueden leer sólo esta primera parte o seguir leyendo, además , la parte dos. Así quizás pueda dilucidarle su forma final al texto.



Como todos los viernes Diana subió en ascensor hasta el quinto piso. Una vez en el pasillo, sacó el pañuelo de seda negra que llevaba en la cartera y se vendó los ojos. Caminó de memoria hasta el departamento “C”, empujó despacio la puerta entreabierta y se adentró en el espacio donde la oscuridad se adueñaba de todo.

- ¿Estás ahí? - dijo estirando una mano al vacío mientras con la otra se deshacía de la venda que le cubría los ojos.

- Siempre-. La voz de Franco golpeó sus oídos y el olor del incienso mezclado con la fragancia a maderas que él usaba cada viernes la invadió.

Diana se acercó despacio, intentando no enredarse con los almohadones en el piso, pero no los encontró. Le resultaba difícil adecuar sus ojos a la oscuridad, a pesar, de que lo hacía hace ya tiempo. Cada viernes era abrir la puerta a un mundo tan lleno de luz que sus ojos no lograban acostumbrarse. Ya eran meses de oscuridad acordada (porqué no impuesta) y él nunca había osado romper esa penumbra.

-Estás dando más pasos que de costumbre - gritó la voz en algún lugar del espacio-. ¿Te perdiste con el cambio de lugar de los muebles?

- ¡Era eso!- la voz chillona de Diana lo golpeó como una palmadita en la espalda
Diana daba pasos por el espacio, aún perdida. Agitaba los brazos queriendo tocarlo pero no lo lograba; él extendió una mano al vacío y esta fue a dar justo en el hueco de la rodilla de ella. La tumbó con el movimiento.

-¡Acá estás!- dijo Franco mientras la atrapaba en caída para acostarla, segundos más tarde, sobre los almohadones que jamás dejaban de rodearlo.

Diana lo besó despacio y sintió en su lengua un dejo de amargura. Le desabrochó despacio los botones de la camisa, rozó la punta de su nariz contra la barba apenas crecida, quiso morderle el lóbulo de la oreja. Él acarició la suavidad de las piernas apenas cubiertas por una pollera. Dejó volar sus manos hasta llegar a la entrepierna, acercó sus labios.
Se entregaron al delirio de saberse sin control, a la no pertenencia de los cuerpos. Las manos enlazadas recorrieron los cuerpos de punta a punta, las lenguas lamieron cada centímetro de piel. Él se dejó vibrar al compás de unas manos tan conocidas como ajenas, ella se sintió capaz de nadar en el mar de sus fluidos.
Ahora Diana lo acunaba en sus brazos, le acariciaba el pelo como si fuera un niño. Acercó su oreja al pecho amplio de Franco. Lo sintió latir.

-¿Qué te pasa?- le preguntó- Parece que tuvieras miedo.

- Puede ser- le respondió él-, parate.

- ¿Para qué querés que me pare?

- Parate y da dos pasos a tu izquierda.

Diana tanteó el piso con sus manos para lograr incorporarse. Lento, dio los dos pasos a la izquierda. Puso las manos contra la pared para tener un punto de apoyo, sintió en sus palmas la superficie fría.

- Vos y tus juegos de siempre.

- ¿Sentis el cuadrado en la pared?- le dijo mientras él también se incorporaba del piso.

Franco apoyó su palma rugosa sobre la pequeña mano de Diana. Ella sintió en la yema de sus dedos una elevación y la recorrió intentando descubrirla. Si llevaba los dedos hacia el centro la elevación se tornaba valle y un poco más allá la sorprendió algo similar a una tecla.

- ¿Qué pretendes que haga?

- Es un interruptor-. dijo la voz de Franco temblorosa- Si querés… podés prenderla

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