Marosa se sienta
debajo del árbol de duraznos. Su mamá le puso un vestido rosa pálido que,
Marosa sabe, va a ensuciar ni bien apoye su cuerpo sobre la tierra que cubre
las raíces del duraznero. Pero a Marosa, no le importa. Si a Marosa le
importara no debería tomar helado, ni jugar a la rayuela con las chicas del
barrio, ni correr carreras con Gastón en las que se cae, se raspa las rodillas y se mancha
el vestido. Y por sobre todas las cosas, no debería acercarse al árbol de
duraznos.
Su mamá se lo repite día tras día,
hasta el cansancio, igual Marosa atraída por el árbol como por una fuerza
extraterrestre, se sienta bajo sus hojas. O en verano, cuando la fruta por fin
madura, salta hasta agarrar el durazno que le queda más cerca, lo toma entre
sus manos, lo huele y se lo lleva a la boca sin que nadie la descubra. Otras
veces, su mamá la ve. Se acerca, le saca el durazno de las manos y la reta.
Esas veces Marosa agacha la cabeza, agarra con fuerza la tela del vestido que
ahora está sucia, se muerde los labios y se queda callada.
A Marosa le encantaría que su papá
estuviera allí. Fue él el que plantó el árbol de duraznos. Y cuando vivía,
cuando la muerte todavía no había llegado a la vida de Marosa, su mamá no la
retaba. Hasta miraba con una sonrisa cómo Oscar le enseñaba a su hija a
reconocer un durazno maduro de uno que todavía está verde.