sábado, 13 de septiembre de 2008

Palabras de amor



Él caminaba entre los pasillos abarrotados de gente de una librería del centro. Pasó sus manos sobre el lomo de los libros, como si las yemas de sus dedos fueran capaces de sentir qué necesitaba leer. Una mujer dormida descansaba entre libros despiertos; él posó una mano en su espalda . Sin saberlo siquiera la suavidad de esa piel se le coló en el cuerpo y guiado por el impulso compró un libro que jamás había escuchado nombrar.
Lo recibió la soledad de su casa en penumbras. Se acercó a la mesa y abrió el libro. La primera página trajo a sus ojos la certeza de tenerla cerca, y conoció con sólo seis palabras lo que había buscado toda una vida sin lograr encontrarlo.
Al otro lado de la página, la mujer dormida dudaba en despertar. Sintió correr por su cuerpo hecho de letras el calor de unas manos. Se le erizó la piel, el cuerpo se volvió agua y las piernas ganas de huir. Los ojos que la miraban sin ser vista le mostraban la certeza de otro mundo posible. Pero no hoy, no a ella. Ella no era piel, ni carne, ella no era pelo oscuro, ni hoyuelos en la mejilla; ella sólo era un sueño ajeno volcado en papel para reproducir, por fin, otros sueños. Ignacio la sentía en los dedos al pasar las páginas, en el olor agridulce de la tinta recién impresa, en el dolor de sus ojos con cada palabra.
Las horas en el trabajo, cerca de los números y lejos de ella, se le tornaban cada vez más eternas, como si el tiempo fuese capaz de estirarse siempre un poco más. Se acostumbró a volver a casa, a su compañía de palabras, pero cada nuevo acercamiento anunciaba el final. Una tarde, cada vez más cercana, el libro se terminaría y ella volvería a dormir en él, lejos de sus besos de cristal, de sus abrazos en la noche, lejos del sudor de sus labios.
Ella aún dormía aunque peleaba cada instante por despertar, por vencer el designio de su dios escritor y salir a su encuentro. Soñaba poder encontrarse con esa alma que se consumía con cada nueva llama, con el desperdicio de caricias al viento.Algo la retenía. Quizás el miedo de no sentirse digna a su lado, el miedo a ser sólo un cúmulo de letras, de no ser capaz de ofrecerle nada más.
Un día llegó en que el tiempo ya no pudo extenderse. Sólo quedaban cinco páginas y las saborearon juntos. Disfrutaron cada palabra como el que néctar de esa fruta que jamás comerían, bebieron a la distancia la humedad de los labios ajenos, se llenaron de luces y de sombras , de sueños heridos. Por fin, él se reclinó en su silla de siempre y leyó en voz alta las última palabras de un amor condenado:
“Y al roce de los cuerpos la llama que arde dejará, por fin, de consumirlo todo para lograr entibiar sus almas.”

Ignacio dejó el libro abierto sobre la mesa, finalmente, el eco de las palabras se volvió volutas de humo y lo cubrió todo.

viernes, 5 de septiembre de 2008

100 veces no puedo

Enrededor blanco vuelto cuadrado para tapizar sonidos. Blancos los ojos y las telas desteñidas por el paso de las horas exhaustas, de las noches que se niegan a volverse día. Blancas las almas manchadas de gris y las cruces que anuncian peligro. Blancas las sábanas, los pasillos, la soledad de saberse solo y muerto; también la espera que vuelve invisibles los rostros y los difumina hasta fundirlos y las manos capaces de nada e incapaces de todo.

Blanca la espera, la desazón, el delirio.

Rojo alarido.